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TEXTIL EXPRES Revista – 257 - MAYO 2022

Lo grave de Ucrania es el presente. Pero podríamos estar acabando con la Globalización, en esta parte de Europa.

Humberto Martínez
Director de TEXTIL EXPRES

El autor de este artículo recuerda ocasionalmente cómo se le despertó la curiosidad, o se puso alerta, en la semana de vacaciones invernales de 2019-20, cuando el televisor comenzó a hablar de una cosa rara que estaba pasando en la localidad de Wuhan.

Andaban por allí en China muy ocupados (y preocupados) con una enfermedad que estaba produciendo contagios y desconcertaba a las autoridades. En mi entorno nadie prestó atención, aunque hice saber que aquello tenía mala pinta. Tampoco me entretuve demasiado con el tema, atareados como estábamos compartiendo fotos y vídeos, y abrigándonos para salir a tomar unas copas en un pub británico de Soldeu y ver el descenso nocturno con antorchas: ese tipo de celebraciones que se hacen en las estaciones de esquí por Navidad y Noche Vieja.

Pero es cierto que el autor de este artículo tiene cierto olfato en lo relativo a las noticias que le llegan. Quizá no el suficiente: las cervezas en el pub pudieron ser una imprudencia, pero por fortuna el coronavirus todavía no nos había llegado. Semanas después, un bar del Tirol fue un importante nudo de contagio de turistas internacionales de esquí. Ahora bien, en febrero algunos empresarios consultados para un artículo sobre el tema seguían considerándolo una anécdota.

Olfato. Como aquel agosto de 2007 en que la CNN se centraba en la mini-crisis de las «subprime», una sacudida que algunos tomaron como la típica «serpiente de verano» (noticia banal que los medios convierten en importante para tener más audiencia en unas semanas de ocio y desconexión del público), pero que anticipó el desastre de Lehman Brothers en septiembre de 2008, y la crisis financiera global que siguió. También fue un telediario en un hotel. Aquí nadie se enteró. Aunque la televisión se ve en todas partes. Solo que a algunos se nos ponen las orejas alerta.

Ahora las cosas son diferentes.

Para Ucrania no hay que tener olfato. Parafraseando el sobado título de García Márquez, era una crónica de un suceso anunciado, pues los organismos de inteligencia llevaban más de un año detectando los preparativos de la invasión rusa, incluyendo la edificación de acuartelamientos cercanos a la frontera, en los que se acumularían las tropas de invasión. Aun así, unas semanas antes, cuando EEUU ya advertía de lo que era inminente, no solo las autoridades rusas se mofaban de ese catastrofismo occidental, sino que políticos europeos abonaban la tesis de que todo era una hipérbole yanqui asusta-niños.

Ahora tenemos guerra. Su duración es impredecible. Resulta sorprendente que el Gobierno ucraniano no haya caído en dos días y que plante cara al invasor. A partir de ahí, vaya usted a saber.

Esta vez no ocurre como con los primeros meses de la pandemia. Nadie niega ahora que esto sea un asunto grave, y, más allá de la sangre y la muerte, que es lo trágico, todo el mundo reconoce que tendrá efectos económicos. Ya los está teniendo. Hasta dentro de unos meses no podremos calibrar la profundidad real de su impacto.

Sin embargo, ahora mismo cabe hacer ya algunas preguntas inquietantes, que van más allá de las consecuencias directas del enfrentamiento bélico. Y esas apenas se están planteando. Quizá porque no tienen respuesta. Se refieren «al día después».

La unidad de respuesta occidental frente a la guerra desencadenada por Putin en Europa es también, en sí misma, una sorpresa. Por aquí estamos habituados a perdernos en querellas, matices y excusas. Aquí (en Europa) hacemos gala de diversidad, que es buena con criterio general, pero que a menudo esconde también un espíritu timorato y acomodaticio. Es maravilloso que tengamos opiniones diferentes y no aceptemos un pensamiento único. Es nuestro privilegio frente a las autocracias que parecen llevar la voz cantante en la actualidad en el mundo. Pero frente a algunas cosas no son válidas las medias tintas... que son algo muy habitual en esta parte del globo. Alguno podrá expresar firmeza, pero otro saldrá con objeciones.

La unidad frente a la invasión de Ucrania por Rusia es en cierto modo una gran novedad de este momento histórico. Veremos lo que dura.

Sobre todo, veremos cuánto tarda en resquebrajarse si el asunto se prolonga. Una vez fracasado el golpe rápido que pretendía instalar un Gobierno afín en Kyiv, lo que más le conviene ahora a Putin es una guerra larga. Cuanto más dure, más probabilidades de que afloren críticas y grietas. Y no es solo cosa de los Gobiernos. La población que elige a sus políticos tiene igualmente sus debilidades, y a los gobernantes se las traslada.

Un periodista evocaba no hace mucho la España de los peores años de hierro de ETA, cuando oyó a un camarero de Sevilla decir, después de las noticias de un atentado, que «esto de ETA es muy cansado». Los primeros muertos indignan, al cabo de un tiempo fatigan, y siempre hay el riesgo de que acabemos suplicando una solución, e incluso que nos pongamos de rodillas para implorarla. Lo de la Pasionaria (más vale morir de pie que vivir de rodillas) es de una época más teatral. Los heroísmos de hoy son más propios de comics de Marvel o de selfies en Instagram.

Ahora mismo y con pocas semanas de guerra ya he oído dos veces a un parroquiano del bar donde tomo el café de la mañana que, «para acabar con la guerra, ¿no sería mejor dejar de enviar armas a Ucrania?». ¡Por supuesto!

De hecho, la forma más rápida de acabar con un conflicto es rendirse cuanto antes. Si te invaden y no protestas, te ahorras muertos, destrucción, dolor, sangre, ruina económica... solo pierdes tu dignidad y tu libertad, pero, como podría decir ahora un cínico populista (o un autócrata), la libertad es un concepto burgués muy sobrevalorado. Por favor, entiendan la ironía. Pero acepten que no sería un disparate en esta época en que tanto apoyo popular reciben caudillos como Trump (que perdió la segunda ronda, pero recibió millones de votos), Putin y otros.

Volvamos al día después.

La unidad de Occidente, decíamos, ante la agresión rusa a Ucrania, ha llevado a declarar una guerra económica en respuesta. Cese de operaciones empresariales en Rusia (hay firmas de nuestro sector que han detenido allí su actividad, y siempre cabe que no quieran o no puedan reemprenderla), retiradas de capital, abandono del mercado ruso, sanciones de diverso tenor.

Hemos descubierto con estúpido asombro (es como no haber visto antes que el mar es líquido y las piedras sólidas) que éramos dependientes de fuentes de energía extranjeras, aunque sean particularmente Centroeuropa e Italia quienes más se estremezcan por la dependencia del gas ruso. Ahora sabemos que la guerra en Ucrania la pagaban (la pagamos) los europeos comprando a Rusia hidrocarburos. Pero eso, que ocasiona problemas, no es nada comparado con el largo plazo. Europa, si apuesta más decididamente por renovables, si redescubre la energía nuclear con mayores garantías de seguridad, y si diversifica sus fuentes de aprovisionamiento, podrá en un horizonte no lejano superarlo. Pero ¿qué ocurre con el resto de los intercambios comerciales con Rusia?

Piensen en dos escenarios.

El primero, altamente improbable, es que alguien en la Federación Rusa decida que Putin sobra; y que Putin lo acepte; y que de un modo u otro la sociedad rusa lo descabalgue. En ese supuesto de una Rusia sin Putin, reanudar relaciones comerciales no sería tan difícil.

Tras la Segunda Guerra Mundial, una vez depuradas responsabilidades en Nüremberg, comerciar con (e invertir en) Alemania dejó de ser tabú. La rivalidad con un nuevo enemigo, a saber la Unión Soviética, ayudó a EEUU a sembrar de «dólares Marshall» toda la Europa occidental, pero en cualquier caso era moralmente aceptable ayudar a reconstruir su país a los nuevos alemanes. Algunos de sus líderes y empresarios tenían un pasado con sombras, pero se asumió que pocos alemanes pudieron ser no-nazis cuando Hitler mandaba. Pelillos a la mar. Ahora bien, lo inaceptable habría sido firmar una paz con Hitler cuando todavía Alemania no estaba del todo derrotada, y comenzar a hacer planes económicos conjuntos, con el personaje del bigotito al frente de esa nación.

Por ello, el segundo escenario, que es el más plausible, dibuja un panorama desafiante. Nadie puede descartar que Putin caiga o sea removido. Ni siquiera es imposible que el líder de 69 años sufra un ictus. Sin embargo, es más fácil que desaparezcan sus opositores internos (varios oligarcas han padecido casualmente infartos estos días), o incluso que le pase algo al presidente de los EEUU, Joe Biden, que tiene diez años más que su homólogo ruso. Por ello, y aceptando que lo más probable es que Putin siga, a efectos económicos es indiferente ya cómo termine la guerra en Ucrania.

El peor escenario sería una partición de Ucrania en la que Rusia se adueñase de gran parte del territorio ucraniano, incluida Odessa, y quizás algo más. (Hay un escenario peor: que Rusia conquiste largas porciones y no se contente, y siga a por todo el país, al que no reconoce derecho a existir). Malo sería un escenario de tablas (empate) en el que no obstante Rusia se anexione el bajo Don y las zonas limítrofes con Crimea; es lo más probable. Pero incluso si Putin se viera rechazado y retrocediese a las fronteras anteriores a la invasión, el Día Después será igual de triste y económicamente doloroso si él permanece al frente del país, o si lo lideran otros de su escuela.

¿Cómo volver a hacer tratos con un Estado agresor que no resulta de fiar?

Es verdad que en relaciones internacionales nadie es del todo fiable. Los mejores amigos te clavan un puñal por la espalda. No hace falta irse a ejemplos lejanos ni drásticos para hacer recuento de jugarretas y triquiñuelas en el juego diplomático. Ahora mismo, aliados de España están maniobrando en el Magreb en contra de los intereses hispanos. Las cosas son así.

Pero la Rusia de Putin ha mostrado sus intenciones respecto al espacio geopolítico europeo y exhibido una conducta muy agresiva. Ha perdido credibilidad y ha mostrado una absoluta falta de respeto por acuerdos, convenciones y normas básicas de derecho internacional.

No es que la invasión de Ucrania descubra algo que no se supiera. En lo que atañe a los derechos humanos y el respeto a la vida de sus opositores políticos, las noticias del pasado en Rusia son conocidas, pero la actitud del Kremlin ha sido siempre la de negarlo todo y atribuir cualquier especulación a fantasías delirantes de Occidente. En lo tocante a Ucrania, el mundo descubrió el talante ruso cuando invadió y anexionó Crimea y armó y financió a una tropa irregular en la frontera del Don, hace ocho años.

Todo esto no debe ocultar que EEUU y occidente han cometido atropellos y torpezas de parecido tenor. La segunda guerra del Golfo es un ejemplo. La intervención en la antigua Yugoslavia tiene puntos en tinieblas, aunque los nacionalistas serbios acabasen, con su propia conducta, haciendo buenos a quienes probablemente solo querían modificar el mapa geopolítico. La fracasada primavera árabe tiene asimismo muchos claroscuros, amén de un enorme error de cálculo que favoreció el auge del terrorismo islámico. Pero Ucrania es lo que nos atañe ahora, lo que amenaza la seguridad europea, y lo que plantea un cambio de escenario importante.

Y ahí está el desafío de cómo seguir haciendo negocios con (en) Rusia, y cómo colaborar económicamente con un país que se ha situado a sí mismo en el lado hostil de la historia.

El mundo globalizado comenzó a cambiar cuando China empezó a lucir músculo en África, montó su Ruta de la Seda y mostró ambiciones sobre el Mar de la China meridional (al que los filipinos conocen como mar de Filipinas Occidental, y los vietnamitas como mar del Este).

También hace cuarenta años el Japón revitalizado mostró orgullo, como bien destilaba aquel título de una obra del fundador de Sony, «El Japón que puede decir No», publicada en 1989. Pero Japón nunca abandonó la relación de amistad con otros países demócratas ni regresó a la época del imperialismo pre-SGM. Carece de pretensiones territoriales fuera de sus fronteras y, actualmente, carece de ambiciones de dominio duro en cualquier otro orden.

China, por el contrario, solo está preparándose para el «sorpasso» a occidente, y no solo económico sino de poder. La Covid-19, haciendo al mundo ver que dependía excesivamente de la gran fábrica china y de unas redes de suministro frágiles, se ha sumado a un replanteamiento crítico de la globalización que ya había comenzado. Y la guerra de Ucrania ha dado quizá la puntilla.

En este caso, particularmente, crea un divorcio económico claro entre Rusia y Occidente, con empresas que podrían acabar renunciando a ese mercado, a la manera de una segunda guerra fría. Un ejemplo podrían darlo las organizaciones feriales extranjeras, que han aplicado un frenazo drástico a sus celebraciones satélites en Rusia. Pero habrá más tensiones también adelante, de amplio espectro. Por ejemplo, hay empresas chinas que no han paralizado sus operaciones en Rusia, e incuso podrían incrementarlas. Ocuparán el espacio de las empresas europeas. E incluso quizá exporten a Europa desde esa base productiva.

Vamos a asistir por tanto a un desplazamiento económico-geopolítico también en ese campo.

Ahora mismo, la mayor preocupación para Europa es la Guerra en Ucrania. Pero, también en lo que se refiere a Europa, el mayor desafío vendrá El Día Después. Es en cierto modo una eventualidad de segunda Guerra Fría. No solo por el rearme, sino por la congelación de los espacios económicos.

[Este artículo es válido para varios sectores en los que operan las publicaciones de Aramo Editorial, y se publica en más de uno de nuestros medios, impresos y online].

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