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  • Hubo un día en que Bombay emuló a Londres, aprovechando una crisis del algodón.

Mucho antes de que la reina Victoria se proclamase emperatriz de la India, Gran Bretaña ya había abierto una puerta al subcontinente indio instalándose en Bombay, en el XVII. Y, durante más de un siglo, a través de esa puerta la India se convirtió en el principal proveedor mundial de algodón. Ella suministró la materia necesaria para la revolución industrial, protagonizada por el Reino Unido en el sector textil (y en el de la siderurgia, pero ésa es otra historia). Un artículo de Tristan Gaston-Bretton publicado este verano en la prensa económica francesa lo recordaba, efectuando un repaso además sobre otros acontecimientos que no hacen más que ilustrar la volubilidad de los mercados, la influencia del azar y de terceros actores en la evolución geoeconómica.

Hacia 1830, la industria textil británica comenzó a abastecerse de algodón estadounidense. Su pujanza industrial precisaba más materia que la que podía aportar la India, y los Estados sureños de Norteamérica la facilitaban en cantidad y a buen precio, gracias a la mano de obra esclava. El algodón indio costaba el triple que el norteamericano. Esta fibra representaba casi dos tercios de las exportaciones estadounidenses, y Gran Bretaña consumía, a su vez, dos tercios de ese volumen.

En 1861, en plena guerra de Secesión, los Estados del Norte impusieron el bloqueo a los del sur, y su exportación de algodón se hundió en un 75%. La falta de suministros obligó a cerrar a más de la mitad de las hilaturas de Manchester y Liverpool en el transcurso de pocas semanas. Todos los ojos se volcaron entonces sobre la India, cuya producción de algodón subiría de menos de un millón a más de un millón y medio de balas, en cinco años.

Adicionalmente, Bombay vio consolidarse una experiencia que a los británicos no les gustó nada. Poco antes, un empresario parsi había razonado sobre el sinsentido (a su juicio) de que el algodón viajase de la India a Gran Bretaña para convertirse en hilo y tejido, y retornase manufacturado a la India, así que decidió invertir en hilatura. A la metrópoli no le hizo gracia ese intento de industrialización de la colonia, pero los fabricantes británicos de máquinas se vieron muy complacidos por el hecho de que alguien les comprase bienes de equipo desde fuera de su propio mercado interno de maquinaria. En 1865 Bombay contaba con 13 hilaturas que empleaban a 6.500 trabajadores. La crisis americana del algodón no sólo otorgó a la India un papel clave en el suministro de fibra, sino que permitió a Bombay exportar hilados. Y la ciudad se convirtió en un remedo de Londres, con avenidas victorianas o neogóticas donde se instalaron el edificio de la Bolsa, bancos, aseguradoras, compañías de navegación…

El esplendor duró cuatro años. El mismo 1865 acabó la guerra de Secesión y comenzaron a reconstruirse las devastadas plantaciones de los EE.UU., y aunque el coste no era ya tan bajo como antes (una vez abolida la esclavitud), todavía resultaba muy competitivo con el algodón indio, al que se añadían costes de transporte por la necesidad de rodear el Cabo de Buena Esperanza. En cuestión de meses cerraron 8 hilaturas y suspendieron pagos varios bancos de Bombay.

La crisis duró otros cuatro años, pues en 1869 se inauguraría el canal de Suez, con el transporte de la India al Reino Unido se abarató sustancialmente. Un industrial en particular procedió entonces a adquirir la maquinaria británica más moderna y otros le imitaron, al tiempo que el país invertía en la aclimatación de plantas de algodón egipcio, reputado como de mayor calidad. Para 1900 Bombay contaba de nuevo con más de 130 hilaturas. Pero, conocedora del dominio británico del mercado textil europeo, la industria india de hilados de algodón se concentró en esta segunda época sobre el mercado asiático, abasteciendo desde el Oriente Medio hasta el Japón.

Gaston-Bretton se detiene en esos episodios, sin entrar en lo ocurrido durante el siglo XX.

Bombay (actualmente Mumbai) es sólo una mínima parte de la India, y debe recordarse que «aquella» India comprendía también los actuales Pakistán y Bangla Desh.

Antes de la descolonización, Gandhi hizo del huso y la rueca todo un símbolo de la resistencia: India como productora de su propio hilo, incluso a nivel artesanal, rechazando los hilados de la metrópoli. Más tarde, las tejedurías e hilaturas de esta y otras partes del mundo reducirían a niveles testimoniales la cuota británica en el textil mundial (concretamente hoy Pakistán compite con ventaja en todos los mercados europeos, beneficiada además por un trato arancelario generoso y nada recíproco). Y, ahora, la confección de Bangla Desh hace añicos la industria confeccionista del mundo desarrollado.

El análisis actual sería más complejo, desde la creación de ecosistemas regionales hasta los ejes de la diplomacia gubernamental, que han contemplado al textil-confección como moneda de cambio para potenciar a otros sectores que consideraban estratégicos; pasando por la visión estratégica de grandes empresas que han sabido explotar las ventajas de todo ese contexto para obtener enormes plusvalías en el ámbito de la distribución.

Esto último nos recuerda a la época de los llamados «robber barons» estadounidenses (los Rockefeller y otras sagas), amasadores de grandes fortunas. Del mismo modo, emprendedores sagaces han construido ahora imperios capitalistas, con intereses que van del mundo inmobiliario al financiero, sobre las plusvalías del sistema imperante.

No ha hecho falta para esto ni una guerra de Secesión ni la construcción del canal de Suez. Ha sido suficiente la natural «globalización» de las cosas.


[Publicado en TEXTIL EXPRES Suplemento 208 — septiembre 2013 ].


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