- Nunca hemos sido tan motivados por el entorno como ahora.
Todos somos formidables. Ya lo sabíamos. Y, además, las redes sociales nos lo confirman.
La publicidad es una gran fábrica de ególatras y vanidosos. Alimenta la autoestima, lo que es bueno, e incluso la infla, no con ánimo de que nos sintamos mejor, sino de que compremos algo que nos quieren vender.
Si no se tratase de anuncios, nos parecería más odioso. Que la televisión te presente de forma bonita un mensaje halagador, con el propósito de vendernos algo, no queda tan mal como que un adulador visir del sultán le lama el oído afirmando que es el gobernador más piadoso, docto, ilustre y admirado de la historia del Sultanato, con el sibilino propósito de arrancar un indulto a un pariente, una condena a un enemigo, tierras feraces, o títulos y riquezas para sí mismo.
Los anuncios que nos encandilan no son más honestos que esos personajes viscosos del teatro de Shakespeare o la saga de JR Tolkien (El Señor de los Anillos), reconocibles serpientes y sabandijas humanas. Pero, claro, que l’Oréal les diga a las mujeres que deben darse el capricho de comprar sus cosméticos... «porque tú lo vales», no es una ofensa sino un homenaje a la autoafirmación femenina, muy anterior a que se hablase de «empoderamiento». Así que, fantástico.
Por esa misma vía, hace unos años hubo una campaña que nos trataba, a los de una gloriosa y prometedora franja de edad (los que por aquella época estábamos en esa horquilla, o creíamos estarlo —que no es lo mismo—) como personas «jóvenes pero sobradamente preparadas». El peloteo del anunciante era obsceno... y eficaz. Porque, como le oí decir una vez a un veterano periodista que impartía conferencias de motivación, no hay rostro que nos guste más que el que nos devuelve por la mañana el espejo del baño, incluso si al levantarnos nos cuelgan unas ojeras que asustan.
No solo es la publicidad. En los entornos profesionales cada vez se valora más la motivación. Y eso nos convierte a todos en los más chulos del barrio, y asimismo en los entrenadores deportivos más lisonjeros.
La verdad es que, siempre que se practique con mesura, la cosa es también excelente. No hay nada peor que los jefes de equipo que constantemente gruñen a sus colaboradores, como si fueran perros pastor que amenazan a las ovejas con morderles los cuartos traseros para llevarlas al redil. Esos modos ya no se estilan, y es bueno. Personas que quedan con semejante conducta ya no están bien vistas, y sus equipos raramente funcionan, por lo que tales jefes acaban cesados. Incluso en el ejército, donde siempre hubo oficiales y suboficiales ladradores y chillar tenía recompensa, hoy se promueven otras formas.
Hay que insistir: eso es bueno. Los equipos que triunfan no son los del látigo sino los que están muy motivados desde su propio seno. Y, como se sabe que es así, todas las empresas promueven los reconocimientos de los logros y la moderación en el tratamiento de los fracasos, de los que hay que aprender y levantarse, venga muchachos, no pasa nada. De nuevo: eso es positivo, además de cierto. El que se cae, por favor que se levante, sacuda el polvo de las mangas, y vuelva a caminar con entusiasmo; y que no se hunda en la amargura.
Ahora bien, estamos tan hiperventilados en la técnica de la motivación que internet y las redes sociales se han vuelto empalagosas. Ahí tienen la excelente red linkedin, repleta de «posts» (creo que ya no se llaman así, afortunadamente) de enhorabuena y aplauso a los muchachos y las muchachas que han hecho bien su trabajo. Todos somos maravillosos. Como lo es ese público de los artistas lisonjeros, que no paran de pronunciar desde el escenario hacia el patio de butacas las célebres frases: «gracias, sois formidables, os quiero». Esa técnica ya la utilizaban los «crooners» de tiempos de Sinatra y se hizo experto en ella un Loquillo de sonrisa lateral (hoy ya un veterano de blanco tupé).
Pues sí, somos todos formidables, y las redes rezuman positividad. Nunca hemos sido tan motivados por el entorno como ahora. Y así nos parecemos ya, de forma casi masiva, a aquellos jóvenes sobradamente preparados aunque inmaduros que alguna vez fuimos al salir de la facultad o de un máster, creyendo que nos merendaríamos el mundo de dos bocados porque todo el resto de la humanidad era, a nuestro lado, inculto y caduco. Si hacemos algo bien hecho, ya no basta con una felicitación personal en privado: hay que hacer un selfie de grupo, colgarlo en la red, y recibir una cascada de me-gustas y de comentarios estupendos. «Chicos, sois maravillosos». Y es que lo somos. Y, además, ni lo dudamos. Aunque, si no vemos un montón de iconitos de aplauso y comentarios de apoyo, nos entra una pequeña desazón.
Entrando en el terreno de las vanidades pretenciosas, que es un sub-eje temático de este asunto, dice el dicho que sabe más el diablo por viejo que por diablo. Pero hay diablos que, siendo jóvenes, saben mucho o creen saberlo, y veteranos que lo han visto todo y que quizá no saben nada. Eso es más cierto en tiempos como los actuales, de revolución pandémica, cuando el suelo se mueve bajo nuestros pies y los marcos de referencia cambian de forma decisiva. Pero hay algo que muchos no saben identificar bien: cuando todo se resquebraja, lo más sensato es que todo el mundo reconozca, como el sabio, que lo que más podemos saber es que sabemos poco. Aunque, a partir de esa verdad, mejor será que actuemos, aun dentro de la incertidumbre.
Fíjense que este es meramente un artículo de reflexión, como buena parte de los que aquí hacemos; y que, hoy y ahora, es una constatación de los tiempos y las costumbres (tempora et mores). Porque, por lo demás, encierra asombro y paradoja.
Por un lado está el escepticismo ante los excesos de ego y de acaramelamiento que comporta la contemporenaidad. Algo que los docentes nos informan que ya se cultiva desde la infancia, y no tanto (o no solo) por las nuevas normas de escrupuloso respeto escolar a las actitudes infantiles... como por la displicencia de nuevas generaciones parentales ya masajeadas por sus progenitores. Las conductas se van reforzando de padres a hijos. Y es algo que cada vez se nota más, por ende, en la incorporación de nuevas hornadas a un mundo laboral que, por mucho que se embadurne de miel, siempre contiene ciertas dosis de realidad.
Que los hados nos asistan, por cierto, si ese metaverso que nos propone ahora Facebook acaba desplazando toda percepción de este mundo de carne y hueso, y nos quedemos solo con avatares digitales. Me imagino jaleado y aplaudido por un dibujo animado y el vello se me eriza. ¿A usted no?
En fin, no describimos algo que no existiera ya, pero el progreso sencillamente lo acrecienta.
Frente a ese, digamos, recelo, ahí está la paradoja de la historia: que solo los soñadores, los audaces y los osados, repletos (a veces, sin fundamento) de convicción y entusiasmo, son los que movilizan el cambio y el progreso. De manera que benditos sean los soberbios que creen tener esa fórmula mágica que nadie antes (bobos ellos) ha sabido ver. Aunque puedan estar a veces equivocados, son ellos los que empujan el mundo. Por fortuna, algunos empujan igualmente desde la modestia, puesto que no todos los que triunfan son vanidosos, y también las cunetas están repletas de engreídos que han descubierto con asombro las verdades de la vida, he ahí lo bueno de la biodiversidad.
Pero, a todos ellos, no les mimen tanto, caray, que a veces con una voz de «¡ánimo!» ya basta. ¿Es realmente necesario que saltemos todos juntos y nos hagamos un selfie gritando que somos formidables?
Vaya. Pues quizá sí. «O no», como diría cierto político ya retirado. «O yo qué sé», como añadía el personaje de la película «Airbag» interpretado por Karlos Arguiñano.
[Este conjunto de reflexiones, válidas para distintos sectores, se difunden estos días en dos publicaciones de Aramo Editorial].
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