- A veces la Democracia conduce, paradójicamente, al Gobierno de las Minorías (o cuando un 1% de la población dicta la política del país). Pero nadie se rasga las vestiduras. Por el contrario, nos preocupa el precio del aceite (y es comprensible).
Lo último en política es patear balones, hacer lo que venga en gana, y no preocuparse por la memoria de los electores. Y la vida sigue y a nadie le importa.
Humberto Martínez
Director
A comienzos de este año algunas grandes empresas nos dijeron que habían tenido dificultades para elaborar sus presupuestos de cara a 2023, dada la incertidumbre del marco económico y, también, político. Entendían que el hecho de ser un año electoral, en aquel momento en que todos creían que los comicios serían convocados para el mes de diciembre (con un último trimestre de agitación propagandística, justo dentro del período de mayor consumo en cada ejercicio), podría afectar a la disposición al gasto por parte de las familias.
En ese sentido, y andando el año, el sorpresivo adelanto de elecciones a julio fue acogido con cierto alivio, pensando en que ese horizonte político quedaría despejado antes del trimestre clave. Coherentemente, pero en sentido opuesto, el resultado de la votación ciudadana volvió a rebajar el optimismo, tras haber dejado un paisaje parlamentario complicado, con dificultades para formar mayorías salvo piruetas de riesgo.
Ahora bien, ¿es algo de eso relevante para la prognosis económica?
¿Y si estuviéramos «pasando» de política?
Hacía tiempo que no elaborábamos un artículo que abordase temas de actualidad política por su relación con la actividad económica. Esta vez lo hacemos en común para dos publicaciones online de sectores diferentes. Su contenido es sencillamente válido (entendemos) para cualquier espacio económico.
Este tipo de textos ocasionalmente incomodan a una parte de nuestros lectores. Hay quienes piensan (probablemente con razón) que un peluquero, el dueño de un bar o el tendero de la esquina no deben tener opiniones o, en caso contrario, deben acomodarlas en cada momento a las del cliente. Igual que hace un abogado, su enfoque debe modularse ante los parroquianos en virtud del caso. Quizá la única excepción sea la del taxista, al que raramente el criterio del pasajero le impide largar su propio discurso.
Vamos a ser atípicos respecto a análisis anteriores. Porque, a estas alturas de más de 40 años de democracia, nos asalta la impresión de que la política es, de cara a la economía, menos importante de lo que imaginábamos. Es solo una opinión personal, por supuesto. Y quizá responda a una franja histórica de tiempo. Les invitamos a considerarla e incluso rebatirla, puesto que admitimos las dudas. Pero piensen en ello. Lo que proponemos es que, si la economía de los próximos meses va mejor o peor, no será tanto por causa del sentir político de los ciudadanos como por otros factores.
Algunos de ellos, desde luego, son consecuencia de políticas gubernamentales, pero pocos lo saben. Un ejemplo es el de la enorme deuda que ha venido contrayendo y acumulando el país, y que un día le estallará en las manos a quien quiera que gobierne (y a nosotros, los gobernados). Pero el votante corriente ignora cuál es la deuda del Estado, y tampoco entiende mucho qué tiene que ver con nuestro propio bolsillo, puesto que el Estado es un ente difuso que asumimos como un dios benefactor del que llueven las pensiones de jubilación al igual que el maná de la Biblia cayó del cielo.
Otros ejemplos tienen que ver con el impacto de los tributos, de los precios, del atractivo del país para inversores, y todo eso. Asimismo cosas arcanas, que los ciudadanos comunes no sabemos relacionar con las decisiones de gobierno que las provocan. Pero es posible que otros asuntos, que llenan las páginas de los medios digitales y que perturban a la inteligencia, no sean relevantes.
La pertinaz sospecha de acierto... aunque nos equivoquemos.
Fue el jurista estadounidense Edward White quien, como muchos saben, sostuvo que la democracia es la pertinaz sospecha de que más de la mitad de la gente tiene razón más de la mitad de las veces.
No siempre las sospechas son acertadas. Pero eso de la razón depende mucho del ángulo y de las gafas de cada cual.
En toda comunidad de vecinos hemos visto casos en que un reducido grupo minoritario iba acertado, mientras que la decisión democrática fue errada. Como todo es opinable, el veredicto definitivo solo lo otorgan los hechos posteriores, que pueden certificar (demasiado tarde) ese error de la mayoría.
En las sociedades ocurre lo mismo: a veces las mayorías aciertan, a veces se equivocan. Por eso la democracia no es un régimen óptimo, que garantice el gobierno de los mejores, sino el menos malo de los sistemas posibles.
La democracia, por otro lado, comporta una responsabilidad. Cuando se dice que «tenemos lo que nos merecemos» es absolutamente cierto, al menos en términos estadísticos. Las sociedades democráticas tienen los Gobiernos que su mayoría poblacional se merece. Para lo bueno y para lo malo.
Es verdad que, si al final un Gobierno nos conduce a la pobreza, podremos proclamar que la culpa es del sistema, o de esa especie de entes sobrenaturales a quienes llamamos «los poderosos», o de cualquiera... menos de nosotros mismos.
Es verdad que en las sociedades existen muchos planos de actividad y de decisión, muchos grupos, entidades e individuos, muchas interacciones dialécticas, muchas sombras al lado de muchas luces. Pero en buena parte, en democracia, las grandes decisiones las toman personas a las que hemos elegido. Si lo hacen bien, es nuestro mérito. Si lo hacen mal, es culpa nuestra. Particularmente si los candidatos no son recién llegados sino personas conocidas, de los que sabemos sus virtudes... y de qué pie cojean.
La responsabilidad es nuestra... salvo cuando mandan las minorías.
Tal afirmación solo admite un reparo importante. Es un vicio de los sistemas plurales que muchas veces la formación de gobierno dependa de los representantes de un minúsculo grupo de electores. Sistemas presidencialistas, en particular los de segunda vuelta, están orientados a impedir ese defecto.
En muchos países democráticos, su régimen electoral obliga a conformar mayorías heterogéneas a base de alianzas parlamentarias forzadas por la aritmética, cuyo programa de gobierno viene dictado, prácticamente en régimen de subasta, por aquella minoría de la que depende inclinar el fiel de la balanza.
Ese endiablado defecto produce un resultado netamente antidemocrático. Una mera necesidad aritmética acaba logrando que sea un 0,5 o un 2% de los votos el que dicte las grandes líneas del Gobierno. Da lo mismo qué partido sea. Ahora parece que será JxCat (Puigdemont), pero en su día puede ser desde Bildu (1,4% de los votos) hasta BNG (0,5%), como también suele ser UPN o CC (cuyas demandas acostumbran a ser menos extremas), y en un caso hipotético todo podría depender de «Teruel Existe», que no ha logrado escaños ahora, pero en la anterior legislatura contó con un diputado (con un 0,08% de los votos en España).
El reto no es exclusivo de este país. Hay otros en los que determinadas formaciones políticas tienen como única función ser moderadoras (cosa que puede considerase hasta cierto punto positiva) y bisagras. Grecia ha buscado una solución mediante una reforma electoral que regala 50 escaños al partido más votado, yendo así más allá del sistema d’Hont que también persigue, en España y otros países, evitar una fragilidad excesiva por la fragmentación parlamentaria en numerosos pequeños grupos. Y, como decimos, otros países lo hacen con una elección presidencial separada de las elecciones a la cámara, generalmente (pero no siempre) con segunda vuelta... aunque esto no evite que el parlamento pueda hacerles después la vida imposible.
La última moda: gobernar mediante patadas adelante.
La segunda parte, que es la que nos interesa por sus efectos sobre el espíritu del ciudadano (y su disposición al consumo), es contradictoria con lo que hemos venido creyendo durante años. Volviendo al tema de las «sospechas», quien esto escribe ha venido cambiando en los últimos años sus percepciones, y su sospecha actual se refiere a la aptitud para el olvido rápido. Tanto de las decisiones concretas como de los estilos en general.
Sea desde una democracia de mayorías, o desde una democracia de minorías en subasta, en los últimos tiempos venimos asistiendo a una tendencia hacia las políticas de (en términos de rugby) «patada a seguir». Confiando en que nadie siga al balón con la suficiente presteza, y que el pateador pueda seguir corriendo sin que le tosan.
En España se ha abusado mucho durante la última legislatura del gobierno por decreto, algo que comenzó en la pandemia y a lo que se ha cogido gusto desde entonces. Ciertamente, los decretos-ley deben ser refrendados por las Cortes, pero es un hecho que el decreto se salta otros pasos, como informes y consultas, y que una vez lanzado es más fácil lograr que los grupos lo aprueben, previo masajeo y presiones parlamentarios.
Tanto por decreto como por tramitación normal, hemos visto un afán normativo impresionante, lo cual puede parecer maravilloso pero también es enfermizo. Hay que legislar cuando es necesario y sobre los temas que lo requieren. La tarea legislativa no debe constituir una obsesión.
Igual que en una vivienda, también en una sociedad se requieren de vez en cuando reformas, pero hay cosas en las que cualquier arreglo puede provocar un estropicio. La tarea de Gobierno no consiste en mostrar al final una lista enorme de leyes y disposiciones, sino también en ejecutar un buen mantenimiento. Eso no sirve para colgarse medallas, pero es cierto que muchas de esas medallas son por decisiones innecesarias, inconvenientes o vacías.
En la práctica, los Gobiernos se han acostumbrado a hacer lo que les viene en gana, en la confianza de que no se hará sangre y, si se hace, que no llegará al río.
En el fondo, parece que nos da lo mismo.
Y ahí llegamos plenamente al inicio de este artículo: la imperturbabilidad de los ciudadanos ante las grandes políticas, les gusten o les molesten.
En efecto, los gobernantes han adquirido la convicción de que pueden actuar con prepotencia, incluso si sus medidas resultan ofensivas para la mayoría, escandalizan, o incluso perjudican a la sociedad. Saben que, administrando los tiempos respecto al calendario electoral, compensando las tropelías con las caricias, y midiendo bien las décimas de variación en las encuestas, el pueblo todo lo perdona y de todo se olvida.
Fíjense que no estamos hablando de los comentarios publicados, que son muchos y parecen buscar la agitación, sino de lo que las personas realmente aplican a la hora de la verdad. En la práctica sucede como con esos programas de debate y escándalo en televisión, donde están cada día tironeándose de los pelos, pero cuya elevada audiencia se limita a ver y oír, sin salir a la calle después a partirse el pecho (digámoslo así) por Rociíto o la Pantoja.
En política las mayores indignaciones duran diez días (o cualquier otro plazo que prefieran) y si el gobernante lanza distracciones populistas por en medio (fuegos de artificio), pueden durar 24. Es una de las extrañas lecciones de los últimos tiempos.
No es que actuales votantes de Bildu que sufrieron en su día la presión de ETA, o quienes en el pasado votaron a Ciudadanos en Cataluña y ahora lo hacen por un PSC pro-aministía, padezcan síndrome de Estocolmo. Tampoco que los escandalizados por las consecuencias de la Ley del Sí es Sí aplaudan ahora las excarcelaciones de los violadores. No es eso. Sencillamente es que olvidan o, cuando recuerdan, corren un velo anestésico ante los ojos. Cosa que les viene de fábula a los gobernantes, que se ven liberados de compromisos. «No te preocupes si te critican, porque te volverán a votar», ha llegado a decir algún político listo. Lo que hay que buscar es una sintonía de estilo, sabiendo quién es tu votante-tipo. Por ejemplo, las izquierdas tienen mucho voto femenino. Pues hay que mimar de algún modo a ese público, incluso si se ha excarcelado a violadores. Igual que Vox debe halagar a los cazadores y a los taurinos, por ejemplo.
Esto no vale únicamente para España. Sirve para unos cuantos países, sobre todo en un contexto populista hoy muy extendido, y quién sabe si valdrá para EEUU, donde existe mucho riesgo de que, a menos que sea inhabilitado, Trump vuelva a la Casa Blanca (y acaso esta vez no deje que le apeen).
Ese olvido, y esa capacidad de aceptación, tiene su lado sombrío. Uno se pregunta si las sociedades democráticas aceptarían de igual grado un régimen de dictablanda, sin rechistar. En el mundo actualmente hay más autocracias que democracias. Y en la mayoría de las primeras no parece haber una oposición seria. Ciertamente, en ellas es más difícil, pues el oponente puede caerse por un balcón o desaparecer durante meses sin dejar rastro. Pero da la impresión de que hay mayorías de población cómodamente instaladas en esos sistemas.
Infrapondere, en su «budget».
Por esa misma razón (el olvido, la desconexión, la autodistorsión de la realidad), es posible que aquellas personas que se ocupan de presupuestos de ventas (o de compras) y que acostumbran a tener en cuenta distintas variables en sus pronósticos, tal vez debieran rebajar el peso del componente de la incertidumbre política, dentro de su «fórmula de cálculo». Infraponderar. Posiblemente la política no sea tan importante en lo que respecta al clima de consumo, y eso es una novedad en nuestro análisis, porque siempre le hemos otorgado (como hacen la mayoría de los sociólogos y de los analistas bursátiles) un grado considerable de incidencia.
Salvo grandes convulsiones y enormes dramaturgias ocasionales (léase el momento cumbre del «Procés», por ejemplo), lo que suceda en política probablemente es menos relevante de lo que imaginamos. La incertidumbre está ahí, pero, ¿y qué?
El ciudadano se rasga las vestiduras cuando se las rasga, y ovaciona cuando asiente, pero en ambos casos la emoción dura poco y se coloca en segundo plano. Ni siquiera recompensa excesivamente a quien le da alegrías ni castiga mucho a quien le ofende. En otra época quizá sí, pero (a lo mejor por fortuna) el apasionamiento es mucho menor que en el fútbol, y tan efímero como en ese deporte.
Al final, lo que el consumidor hace es salir de terraceo si tiene dinero de bolsillo y, si la libreta de ahorro no le alcanza para las vacaciones, pide un crédito y se va unos días. Puede que irresponsablemente. Y puede también que (y más desde la pandemia) haya apostado por vivir al día el presente, y ya está.
Por eso lo que más le preocupa es el precio del aceite y de la hipoteca, que son factores que recortan las disponibilidades corrientes, y cuya evolución suele atribuir más a «los poderosos» que a los Gobiernos. Lo demás (y la política entra en ese paquete) no es más que un culebrón televisivo. Apagas la tele y la vida sigue.
Como diría James Bond en Goldfinger tras una pelea en un hotel, «shocking, positively shocking».
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